«No creo que la verdad se esconda solo en las apariencias, sino que a veces es preferible hacerla salir de lugares insospechados, como las pesadillas».
Entrevista: Miriam Alonso

Para quienes no leyeron Estudio en negro, el arranque de El signo de los diez se presenta cuanto menos curioso: un suceso que nadie se tomaría bien, salvo el señor X.
El señor X es curioso de por sí. A diferencia del futuro Holmes, mi protagonista presta atención al sueño, a la coincidencia, al azar. No cree que la verdad se esconda solo en las apariencias sino que a veces es preferible hacerla salir de lugares insospechados, como las pesadillas.
Los Diez, al principio, resulta una entidad que cuesta encajar, pero con qué claridad comienzan a dibujarse según avanza la lectura.
Los Diez son un grupo poderoso que manipulan la fuerza que nos mueve: el placer. ¿Es esto una metáfora de lo que nos mueve como sociedad? No lo sé, pero el poder de los Diez es el poder que les concedemos los demás, eso sí lo sé. No amenazan: complacen. Y ahí radica todo su terror.

Charles Dogson nos guarda también alguna sorpresa y es que, como todo en esta novela, nada es lo que parece.
Charles Dodgson es un misterio dentro de un misterio, como Churchill dijo de Hitler. El serio y reservado pastor matemático de Oxford dedicado a escribir extraños cuentos que pasaron por «infantiles» en su época para poder ser publicados. Pero ni él mismo estaba tranquilo tras escribirlos y decidió adoptar un seudónimo. Aquí juego mucho con la diferencia entre Dodgson el matemático tímido y Lewis Carroll.
Volviendo a los personajes, Anne, la asistente del señor X, nos ayuda a visualizar una parte importante de la historia, ejerciendo casi de «incombustible Watson» de las novelas de Connan Doyle.
En efecto, Anne McCarey es la voz de un Watson que, a diferencia de este, evoluciona mucho más, se convierte en alguien tan importante como el sr. X, no solo en su narradora. Y presenciar esa evolución me ha satisfecho.
Me ha fascinado el concepto del teatro mental y cómo funciona en la novela. ¿Podría servir ese tipo de teatro en estos tiempos?
Bueno, el psicodrama hoy tiene algo de teatro mental. Y las constelaciones familiares de la terapia sistémica. Es decir, aceptar que vivimos en un mundo de roles («Todo el mundo es un escenario…») y jugar con eso hasta encontrar cuál es la clave de nuestros propios papeles en esta vida teatral. El teatro mental es tan solo el ficticio invento victoriano para diagnosticar y curar, en la época inmediatamente anterior al psicoanálisis. Me pareció maravilloso pensar en introducirnos en la mente de Lewis Carroll a través de un teatro realizado con su propia obra Alicia.
«Me gusta leer libros de filosofía y sociedad victorianas, porque son muy actuales: cuidado con las sociedades acomodaticias, parecen avisarnos, porque la catástrofe se encuentra siempre detrás».
Estamos en la época victoriana que se caracteriza por sus valores puritanos y moralistas. ¿También los personajes se rigen por ellos?
Naturalmente, pero todo depende de si la moral está fuera o dentro del escenario. Hay un momento de la novela que me gusta mucho: Anne va caminando de noche por la calle en chal y camisón y encuentra a una mujer desnuda que hace un teatro callejero (la llamada «Mujer-Dulce»). La mujer la mira y le pregunta: «Y tú ¿qué eres?», es decir, «¿Qué tipo de teatro eres?», dando a entender que ninguna señora iría en camisón por la calle si no fuera teatro. Anne titubea. Si dice que es una persona corriente, entonces está faltando a las normas morales, y si dice que es un teatro, está mintiendo (y faltando también). Opta por algo muy de Anne: se quita el chal y se lo regala a la mujer teatral para que se tape.

Hablemos de la pseudociencia en la época victoriana: hipnotismo, frenología, experimentos eléctricos, hipnosis, mesmerismo, posesión, telepatía, médiums… ¿Cómo se documenta uno sobre todos estos temas?
Hay muchísima literatura sobre todo eso, y es una época fascinante para cualquier escritor: durante un tiempo creímos que todo iba a ir bien, que las sociedades serían cada vez mejores y más instruidas y que las máquinas (de vapor o electricidad) iban a acabar con el trabajo en el mundo. Los más ateos pensaban que Darwin le había dado la puntilla a Dios y se aferraban a otras ideas espirituales, incluso a fantasmas o hipnotismo, para poder creer en algo. Pero, mira por donde, el siglo XX les cogió por sorpresa a todos. La atrocidad de ese siglo-bisagra que cambió para siempre la historia de la humanidad, con una barbarie instalada en el centro preciso de la civilización occidental más avanzada -Alemania-, dio al traste con todo el optimismo. Me encanta eso. Me gusta leer libros de filosofía y sociedad victorianas, porque son muy actuales: cuidado con las sociedades acomodaticias, parecen avisarnos, porque la catástrofe se encuentra siempre detrás.
«¿Sabes lo que he llegado a pensar? Que el silencio que necesitamos los escritores está dentro de nosotros».
Hay también muchas finalidades para emplear esas herramientas. ¿Es El signo de los diez un entramado lleno de disfraces, de sentimientos y vulnerabilidades, envueltos en gris?
Creo que pretendí con El signo de los Diez decir lo que dice el sr. X -y yo creo a pies juntillas-: una misma cosa puede ser ella y su opuesta. Vivimos en una sociedad de blanco y negro que ha descubierto que la verdadera realidad es probabilística, una escala de grises cuántica donde lo verdadero y su contrario tienen cabida. Charles Dodgson y Lewis Carroll se dan, así, la mano en un mundo donde no existen contradicciones entre ambas tendencias.
¿Sabremos más del señor X en el futuro?
Por supuesto. Todo lo que él me permita saber a mí mismo.
Si tuviese que pasar una temporada en un lugar de descanso para caballeros, ¿quién querría que ocupara habitación contigua a la suya?
Jajaja. Alguien que no me molestase, me parece. Pero tendría que elegir bien el lugar, porque a mí me molestan muchas cosas. Me fui al campo pensando -como todo urbanita- bucólicamente en los pajaritos y el silencio de la naturaleza, ¡y vaya error! El canto de los pájaros me ha hecho preferir las bocinas de los coches en plena Gran Vía, y la naturaleza es silenciosa cuando quiere, pero cuando no, te estremece con su sinfonía aterradora de viento, relámpagos y truenos o lluvias desaforadas… ¿Sabes lo que he llegado a pensar? Que el silencio que necesitamos los escritores está dentro de nosotros. Cualquier cosa puede ser una molestia: para protegernos no basta el lugar, es preciso poseer un silencio portátil y abrirlo en un momento dado. Entonces escribirás incluso en un bar ruidoso.